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PREDICANDO UN SUEÑO
Él tenía hermosas barbas coloradas y un cuerpo montaraz. Había nacido en el vientre del bosque y criado entre la soledad de la naturaleza y los animales salvajes, sin fe, sin religión, aunque en su vida se registró una noche clara el curioso hecho de haber derrotado con suma dicción teológica los argumentos de cinco predicadores de la civilización. Por la primavera se echaba a andar bajo la luna, y frente al río su voz trinaba junta a las de los insectos cantores y los blancuzcos peces. Se alimentaba de culebras prehistóricas que atrapaba bajo las estupendas piedras. Era bastante alto y muy fuerte. En su cuerpo robusto ardía una infinidad de razas: los blancos de la Península Ibérica, los negros del África, los indios de la Madre América, etc. Sus cuerdas bucales sonaban como las piedras al caer, su cara era una enorme roca. Sus dos brazos eran largos y gordos y tenían una enorme fuerza. Su nombre simbolizaba la vastedad de la naturaleza y sus disímiles formas. A ese tal --a Augusto Sanz Villamercedes-- vine a conocerlo aquella fresca noche de junio del 2004, bajo la luna rosada.
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